DE SAN
MIGUEL A SAN
FRANCISCO
La
época estival da sus últimos coletazos, la vuelta al colegio es una realidad, y
con ella, a la normalidad, a las prisas y a la rutina del día a día, del
trabajo para aquellos afortunados, o de la formación y la búsqueda incansable
de empleo para los que no lo han conseguido.
Sin
embargo, a finales de septiembre el verano viene a concedernos una última
oportunidad en forma de despedida, como si de un “hasta pronto” se tratara: el
veranillo de San Miguel, le llaman. Y nombrar el arcángel por los cerros
significa colorear en rojo estas fechas entrañables en las que abrimos un
paréntesis hasta el día de San Francisco intentando dejar a un lado los
problemas cotidianos para sonreír y disfrutar de nuestra feria, la de
todos, la de los ubetenses.
En
los días más festivos y fines de semana recibimos con agrado a nuestros amigos
vecinos de las pedanías y pueblos cercanos ofrenciendoles nuestra
hospitalidad, porque la alegría si no es compartida no tiene demasiado sentido.
Las
entradas a las casetas recuerdan los
portalillos de la Plaza de Andalucía, donde las conversaciones se
entrelazaban y brotaban los saludos, cigarrillos encendidos, el joven que
espera a su novia, el grupo de muchachas que ríen sin parar y no saben muy bien
por qué, el niño distraído con los globos de colores que en forma abstracta
flotan en el aire atados convenientemente a la muñeca izquierda de un payaso
también distraído, y que devuelven la sonrisa de forma irónica a todo el que
mira hacia arriba.
Los
nombres de las cofradías desfilan por esta plaza
como cualquier magna procesión general de Semana Santa. Desde Jesús Nazareno a La Caída, desde Las Lágrimas de
aquella niña que pide un globo de color
a sus padres a La Humildad del
migrante vendiendo camisetas de fútbol, del Borriquillo
que no vendrá al recinto porque en su lugar escogieron a un caballo mestizo
y gallardo a la Buena Muerte, como si
hubiera alguna buena. De la caseta de las Angustias
a la Oración del Huerto, no
sabemos si Jesús tuvo esa misma sensación en aquel lugar; del Prendimiento a la Sentencia perpetua de un largo abrazo entre amigos; del Santo Entierro a La Expiración de aquellos que creen en algo más; de la Virgen de Gracia a La Columna, donde aquel chico ve por fin llegar a su novia.
La
caseta de la Música me hace recordar la Plaza 1º de Mayo o también conocida
como Paseo del Mercado, donde se halla el conservatorio y donde tiempo ha,
durante los días festivos, una magnífica banda orquestal hacia las delicias de
los vecinos en un tiempo ya pasado, no sabemos si peor o mejor.
Las
tómbolas y los bares recrean un ambiente de distracción y diversión mezclada en
la ilusión de una carambola, de un acierto sin cartas marcadas, de un maldito
número en la bola que nunca aparece, del fallo en el objetivo con una escopeta
de mira desviada... como la vida misma, nos hacemos ilusiones y planeamos
proyectos que no sabremos si podremos alcanzar, esperando esa pizca de suerte
que nos ayude, la fortuna que siempre nos faltó.
Para
olvidar la mala racha probamos con unos vasitos de vino y bailamos al son de
las bulerías y las sevillanas. Sabemos que ahí hay premio seguro; la sonrisa de
tu pareja y sus besos, el saludo del amigo y evadirte de esa realidad que de
vez en cuando nos atosiga.
Al
fondo de la principal calle ferial nos aguardan chillones, relucientes y
brillantes, los llamados “coches locos” (así los denominaba en mi tiempo), o
“coches de choque”, y por mi mente empiezan a desfilar de nuevo en procesión,
esta vez cofradías no, pero sí los interminables atascos en horas puntas a la
salida del trabajo, provenientes de los diferentes polígonos industriales, por
la Avenida de Linares, por la calle de la Torrenueva, por la Avenida de
Cristobal Cantero, Ramón y Cajal o la Avenida de la Libertad hasta el punto
neurálgico y el cauce por donde la mayoría de nosotros accedemos al corazón de
nuestra renacentista ciudad, la calle Trinidad.
En
esos alrededores y envuelto en un mar de luces de colores, de atronadoras
músicas y de gente que apenas conoces, de repente te ves rodeado de gigantescos
montajes ancestrales y enormes construcciones que levantan desde el suelo y
hacia el cielo variopintas naves de diversas tonalidades y luminosidad. No
consigo esquivar el paralelismo existente al acordarme que cuando dejo calle
Trinidad y termino de recorrer extasiado, como tratando de atravesar el tiempo,
calle Real, también acabo, al terminar el día, rodeado de magnos palacios y
pintorescas construcciones renacentistas cubiertas de historia, con luces y
sombras, con sonidos que solo tú eres capaz de percibir, como el del agua
cayendo en la fuente veneciana enfrente de la Capilla de El Salvador, las
campanas en la espadaña de la Iglesia de Santa María de los Reales Alcázares o
el Palacio de las Cadenas.
Algunos
de esos muchachos sienten vértigo al subirse a esos curiosos “carruseles”, que provocan el vuelo y
las vueltas en el aire hasta hacer que te olvides de todo. En los miradores de
San Lorenzo y los de la ronda sur, muchos sentimos también vértigo y
experimentamos un vuelo parecido donde las emociones y los sentimientos dan
vueltas en nuestra cabeza y en el aire, con la diferencia de que no te olvidas
de nada y que solo dura un instante; el que te permite respirar hondo, pensar
en los tuyos y querer como nunca has querido a esta ciudad.
Es
la hora de irse, se hace tarde y mañana hay que madrugar. Vuelves por la calle
principal y ves a esa niña que pide un nuevo globo de colores a su madre porque
el que tenía ha volado. El payaso sigue distraído. La pareja de novios
discuten en Tinta Fina, y los más
golosos intentan terminar la jornada de la manera más festiva: con churros y
chocolate.
De
San Miguel a San Francisco yo me quedo en nuestra ciudad e invito a todo el que
me lea a que intente perderse por los
cerros, porque somos muy afortunados de vivir en este magnífico lugar;
piérdanse por nuestras calles, nuestros museos, nuestras plazas… por nuestras
casetas, por nuestras tómbolas, por nuestros bares. Yo intentaré encontrarles
en nuestra Feria, la Feria de todos y para todos.
JOAQUÍN PALOMAR PARRA. ©