domingo, 25 de diciembre de 2022

LA SOMBRA DE LA NAVIDAD

 

Una luz se convierte en una sombra,

y un pájaro sin alas se ha posado

prudente sobre el cielo del tejado

de una vieja posada sin alfombra.

 

El niño del pesebre ni se asombra

de un tiempo que en presente, ya es pasado.

Sus padres sólo saben que ha llegado

la paz que por momentos ni se nombra.

 

Los ángeles caídos sobrevuelan

muy bajo los portales de Belén.

La luna se disfraza de verdad

 

y un círculo de estrellas se desvelan...

señalan sin cesar: Jerusalén.

La historia se repite en Navidad.©


domingo, 18 de diciembre de 2022

CARLOTA

 

                Carlota nunca quiso ser una chica como las demás; jamás quiso pasar desapercibida, no abandonó su afán por destacar en cualquier faceta consiguiendo sus objetivos y, llegar a ser una de las mejores siempre fue su intención. Creció en el seno de una familia humilde pero no le faltaron los medios necesarios para desarrollar su formación a base de mucho esfuerzo y sacrificio. Aunque sus padres deseaban un futuro mucho más distinto para ella, no renunció a lo que tanto anhelaba desde pequeña, ser profesora… o más bien maestra, como dichosamente expresaba con orgullo. Marchó a la capital donde consiguió plaza de sustitución provisional en un Instituto concertado de enseñanza secundaria. Allí el día a día se convertiría en un ajetreo mundano, maloliente y ruidoso que, a pesar de todo sugería un nuevo cambio en su forma de vivir: el estrés monótono se adueñaba de su cuerpo y apenas dejaba margen para más.

                Fue un día cualquiera, algo frío y lluvioso, pero un día más… porque las historias comienzan cuando menos se les espera. Carlota apuraba de un sorbo su taza de café, recogía sus carpetas llenas de apuntes, el bolso, y se apresuraba cruzando las calles mojadas hasta llegar a aquella parada de autobús. Mientras, se resguardaba observando en el teléfono móvil los mensajes recibidos de madre, del grupo familiar, de aquel chico pesado, del grupo de amigas… nada especial. A su izquierda un hombre de avanzada edad se abrigaba sentado en el banco de espera mientras cerraba los ojos; a su derecha un chico joven marcaba con una rapidez inusitada las teclas de su celular, con los ojos firmemente clavados y atentos en aquel maldito aparato. Unos metros más allá una chica con mirada fija y perdida que parecía no importarle las gotas de la lluvia, llamó poderosamente su atención. Boina calada, camisa blanca bajo un enorme abrigo azul, falda corta, medias negras, botas de piel y en la mano un bolso negro. Mientras Carlota la observaba, pensaba e imaginaba las posibles inquietudes de esa chica. “Yo no quiero ser como las demás” se repetía para sí misma. Aquella joven con mirada absorta, detenida en un objeto sin importancia parecía transmitirle más mensajes que un simple WhatsApp. De lejos se vislumbraba la llegada de la línea 9. Subieron casi todos al autobús; sólo quedaron en la parada aquella chica con boina calada y Carlota. La línea 9 se incorpora de nuevo al tráfico y entre ellas dos el ruido de la lluvia, que arreciaba aún con más fuerza. Se le pasó por la cabeza el atrevimiento de acercarse sutilmente, presentarse y proponer conversación. Pero la timidez ganaba la batalla, tampoco Carlota era una chica extrovertida. En algún momento entrecruzaron la mirada y compartieron el disimulo extravagante de quien se siente sorprendido por la situación. Va acercándose a lo largo de la avenida la línea 14. Carlota se pone en pie, avanza dos pasos mientras se siente observada, “yo no quiero ser una chica como las demás” repite interiormente, las puertas del autobús se abren de par en par, sube los escalones, se dirige al conductor, las puertas vuelven a cerrarse: a través de los cristales comprueba la mirada distante y concordante que las va alejando sin despedida, sin haber cruzado una maldita palabra… ¿quién será? ¿la volveré a encontrar? ¿seremos amigas?... “¡señorita, por favor, son dos euros con cincuenta!” espetó el chofer de repente entre el vaivén brusco del vehículo lleno de gente desconocida que le llevaría a la puerta de ese Instituto donde comenzaría a vivir su anhelado sueño: trabajar como maestra.

                A la mañana siguiente el despertador sonaba de manera estruendosa y continua. A Carlota le costó despertar, el día anterior fue agotador: reuniones, nuevos compañeros, el alumnado… La jornada amanecía fría y algo desangelada, gris, pero no llovía. Un buen café cargado le acompañaba repasando y revisando su agenda, los correos electrónicos y los WhatsApps: “en línea”, “escribiendo” … nada nuevo, nada especial. Por la ventana se divisaba el trasiego acelerado de la gente y el ruido de la ciudad. La soledad se adueñaba de todos y cada uno de aquellos personajes, figuras irrelevantes en una sociedad cada vez más cruda, en un mundo cada vez más distante y áspero, pero, al fin y al cabo, el escenario elegido por todos. “Yo no quiero ser una chica como las demás” … De nuevo y apresuradamente se dirige a la parada de autobús, a la espera de la línea 14. No estaba tan concurrido como la vez anterior, aunque como no podía ser de otra manera, repleto de gente tan distinta y peculiar, extraña, semejante, individuales y especiales. De nuevo un día más, un día cualquiera. Sin embargo, no pudo hallar la presencia de aquella chica tan singular de mirada perdida. Le hubiera gustado coincidir de nuevo porque estaba convencida, esta vez sí, de dar el paso y conocerla. “Quizá no la vuelva a ver” pensó. Se sucedían las líneas de autobuses y ella no aparecía. Cuando subió y pagó su billete, extrañó aquella presencia que misteriosamente le había embaucado incluso hasta echar de menos la no despedida de alguien a quien no conocía absolutamente de nada. Fue un instante pasajero y fugaz que despertó en Carlota un interés y una curiosidad que hasta ese momento jamás había sentido.

                Aquella tarde, después de una jornada agotadora de trabajo, prefirió comer en aquel viejo restaurante que había enfrente del Instituto. Un refresco de cola y una hamburguesa del número dos… “yo no quiero ser una chica como las demás” meditaba mientras se zampaba sigilosamente aquella mezcla de carne grasienta con salsa y pepinillos. A través del sucio cristal de nuevo y, como surgida de la nada, encontraba de nuevo el perfil de aquella chica, esta vez en la parada de autobuses que hay en la puerta del colegio. Comprobó que en vez de bolso llevaba una maleta enorme y, mientras daba un último trago a aquel refresco azucarado y oscuro, pagó la cuenta con prisas y salió corriendo hasta parar en el semáforo, ilusionada con llegar a hacer algo que jamás había hecho, dar el paso y conocerla, tener una amiga, compartir sus momentos y ¿por qué no?, sus tristezas, sus alegrías, compartir historias y de paso averiguar qué misterio escondía en su interior. Mientras el tráfico infernal y veloz se cruzaba entre ellas, llegó el autobús. Semáforo en verde para peatones, cruzando las dos vías, mezclándose en el rio de masa concurrente que apenas dejaba avanzar. Al llegar al otro lado, el autobús iniciaba de nuevo su camino. Aquella chica ya no estaba.

                Carlota vivió en un pequeño pueblo de la sierra, alejado del ruido mundanal, del bullicio terrenal donde se confunde la modernidad con la frágil y escasa calidad de vida, donde es más preciso la cercanía de un buen centro comercial a la senda silenciosa de un paseo vespertino. Por las mañanas predominaba el aroma a tierra mojada mezclado con la esencia de la leña quemada en la chimenea, un tazón grande de leche con borrachuelos y roscos de anís, el brasero en una mesa camilla rectangular, las puertas de la casa siempre abiertas, la libertad de jugar en la calle con los amigos y un futuro imperfecto por explorar. Las costumbres en aquel lugar permanecían intactas e inexorables al paso del tiempo: los domingos en misa de doce, las tardes en clase de mecanografía, las visitas a casa de los abuelos y las caminatas al anochecer. Madre siempre tuvo un especial cuidado con Carlota porque la consideraba más sensible e inocente que su hermana mayor; antes de dormir le acariciaba las manos mientras le cantaba canciones antiguas y clásicas de su adolescencia. Padre trabajaba de sol a sol en el huerto familiar y también realizaba labores agrarias para otros vecinos del lugar. Siempre recordaba con apetito el magnífico sabor que desprendían aquellos tomates y hortalizas que traía diariamente en una enorme cesta… y sus manos ásperas y rugosas acariciando su rostro al arroparla cuando él creía que ya estaba dormida. Pero “ella nunca quiso ser una chica como las demás” y soñaba con viajar a la ciudad, trabajar y buscar un futuro más fructífero. Madre le decía que tenía que buscarse un chico formal, serio y trabajador, que algún día debería casarse por la Iglesia, vivir decentemente, tener hijos y disfrutar una vida normal y en familia. Pero Carlota se negó rotundamente y, aunque jamás lo contó, basó sus estudios en la esperanza de querer escapar alguna vez, por fin, de aquel lugar tan silencioso y solitario. Y lo consiguió.

                “Son las seis de la mañana en Radio Continental, hoy nos espera un sol radiante… en estos momentos existen retenciones en la A4 a la altura del Espinar y a las entradas de la capital por el este…”, aquel sonido radiofónico y cotidiano rompía el sueño de Carlota, como no, un día cualquiera de aquel invierno helado. Mientras hervía aquel café recordaba los pasajes de un tiempo no muy lejano en aquel pueblo donde sólo había una parada de autobuses. En la ciudad, la gente camina abstraída, con auriculares, deprisa, sin vida. No existe el saludo, apenas las miradas; en cambio los rostros serios y abismados proliferan como si jamás se hubiera inventado la sonrisa. Nadie se toca y el mal humor es el pan nuestro de cada día. Quizá no era lo que Carlota hubiera deseado. Cuando era pequeña, la ciudad se veía armoniosa y espectacular en la televisión: los programas de variedades, aquellas chicas tan atractivas atravesando las avenidas con esas sonrisas fotogénicas, los tipos con sombrero y maletín, las enormes tiendas y comercios con vestidos variopintos y extravagantes en los escaparates, sus luces de neón y las noches sin final. No, la ciudad no es así, pensaba una y otra vez. Terminó de tomar aquel café y de nuevo se encaminó a la misma parada de autobús. Y así pasaron los días, las semanas y los meses hasta que una de esas mañanas de un día cualquiera, esperando la línea 14 se encontró de nuevo con aquella misteriosa chica. La maleta que llevaba era aún más grande; su mirada, idéntica. Pero esta vez las gotas que resbalaban sobre su rostro eran lágrimas. Al girar, se encontraron de frente, esbozó una sonrisa y por un momento parecía decir algo. Llegó el autobús, aquella chica subió por la puerta lateral trasera mientras Carlota se disponía a pagar el billete. Se emprendió la marcha y al atravesar aquel pasillo lleno de gente, se percató de que ya no estaba. Miró hacia un lado y a otro, intentando encontrarla entre los que estaban acomodados en las butacas… ni rastro.

                Aquel día no fue como los demás, no fue un día cualquiera. Comunicaron a Carlota que el contrato de sustitución como profesora expiraba, le agradecían los servicios prestados y que en cuanto fuera necesario la volverían a llamar. No sintió tristeza ni alegría, pero enseguida envió un primer mensaje: “mamá, mañana regreso al pueblo”. Al principio no observó respuesta, pero al cabo de un rato el perfil de madre exhibía en verde: “escribiendo…”.

                Y a la mañana siguiente, tampoco fue un día cualquiera. Se dispuso a llenar aquella inmensa maleta, a tomarse un último café en aquel minúsculo apartamento alquilado en el centro de la ciudad para más tarde, dirigirse a la estación y coger un autobús con destino a los orígenes, el pequeño pueblo de la sierra. Durante el camino intentó recordar sin éxito el rostro de aquella joven que lloraba la última vez que la vio. Sintió un extraño cariño hacia ella, aunque jamás intercambió una sola palabra. Quizá la vuelva a ver, quizá me vuelvan a llamar y nos volvamos a encontrar, pensaba entre sueños pasajeros durante el viaje de vuelta.

                Ya de vuelta en casa, los abrazos y los besos, la acogida familiar y el cariño hicieron que volviera a sentirse viva; era como volver a nacer, como retornar a un tiempo no muy lejano donde las cosas sencillas tenían su importancia, donde el aire se respiraba más puro, donde surgían nuevos sueños y nuevas ilusiones por cumplir. “Mamá, voy a la habitación a deshacer la maleta”. “No tardes…” decía madre mientras Carmela subía las escaleras para después atravesar un pequeño pasillo donde se detuvo ante un viejo espejo. Se miró detenidamente: en la mano su enorme maleta quizá llena de recuerdos, una boina calada, una camisa blanca bajo un abrigo azul, falda corta, medias negras y botas de piel. En la mejilla resbalaba una lágrima de alegría y en el reflejo, cara a cara, por fin pudo reconocerse sin pudor y con valentía diciéndose a sí misma: “no quiero, jamás seré una chica como las demás”.©