domingo, 29 de agosto de 2021

CREPÚSCULO

La tarde era plácida y calurosa, como la de casi todos los días de julio en este pequeño pueblo de la comarca del Condado, donde un cruce de caminos señala el destino inevitable e irremediable de aquellos jóvenes que, ajenos a lo que el tiempo les depara, juegan entusiasmados al fútbol en medio de sus empedradas calles. Por aquellos días, aquel cruce de carreteras no significaba más que unas agujas magnéticas de una brújula imaginaria señalando hacia lo desconocido.

El cielo, en un intenso tono rojizo, anunciaba la llegada de la noche y Pepe “el municipal”, con estricta puntualidad, aparecía por la esquina levantando las manivelas de los interruptores que ponían en funcionamiento el alumbrado de las farolas. Pepe tenía un don especial para atraer hacia sus manos aquel viejo esférico con el que se jugaba el partido de balompié callejero y, de esa manera, poner fin a la contienda.

-          “¿No os he dicho que está prohibido jugar con la pelota aquí? ¡Molestáis a los vecinos y rompéis las macetas!”, les decía con cierta parsimonia, no exenta de furor.

Las mujeres sacaban sus sillas de madera y esparto delante de los zaguanes, y preparaban sus aparejos de ganchillo para, a continuación, dar comienzo a la tertulia vespertina que, no sin cierta crítica, enriquecía el historial de los personajes más atípicos del lugar.

-          “Cuando el cielo se pone de ese color, es que no va a pasar nada bueno”, decía mi abuela con insistencia. “Recuerdo aquel día en que se declaró la guerra y no paraban de dar noticias malas en la radio. El cielo tenía este mismo color, muy colorao”.

-          “Pues Paqui, la hija de la pescaera me han dicho que está embarazada”, añadía Consuelo, su mejor vecina, desviando la atención.

Para un muchacho joven, los pasatiempos consistían en leer viejas y sucias revistas encontradas en los desvanes, o contar chistes, sentados en corrillo a los pies de los naranjos que flanqueaban las aceras. El ruido de los grillos y observar el recorrido singular de las lagartijas hacían el resto, mientras relatábamos historias para no dormir.

En una de esas largas noches de verano, se nos ocurrió que era un buen momento para volver al colegio. La manera de entrar quizá no sería la más adecuada, pero también es cierto que, las travesuras consisten en buscar el riesgo, jugar con el miedo y bailar con lo prohibido. A través de un cristal roto de un vetusto ventanal accedimos al edificio. Subimos sus escaleras de caracol hasta llegar a las aulas con la ayuda de la tenue luz de una linterna con las pilas casi agotadas. La carrera, entre sillas y pupitres, hasta llegar al atril, fue emocionante y disputada. Todos queríamos convertirnos en don Eugenio, aquel simpático maestro de escuela; imitábamos sus gestos y parodiábamos sus desplantes. Intentábamos no hacer demasiado ruido, pero las risas eran inevitables, hasta que apareció encima de la enorme mesa del profesor, aquella maldita regla de madera, con la que nos castigaba en nuestras pequeñas manos, cuando acudíamos a clase tardíamente y procedentes del recreo.

Como si de una visita a un museo se tratara, seguimos el recorrido por un pasillo casi interminable donde nos esperaba, un rústico y presidencial despacho lleno de carpetas archivadoras, y en el que figuraba una inmensa bola del mundo escolar, a la que hacíamos girar y girar, muy rápido. El curioso artefacto pasaba volando de unos brazos a otros, hasta que en uno de esos instantes y por descuido, era previsible, la bola cayó al suelo y se rompió en varios pedazos.

Queríamos salir a prisa porque temíamos que con el ruido nos descubrieran, pero en una de las puertas adyacentes, accedimos a una inmensa sala; la puerta estaba abierta, aunque ninguno de nosotros recordamos este acceso, al menos en el tiempo que llevábamos estudiando durante aquel curso y en este mismo colegio. Albergaba unos enormes ventanales, a través de los cuales, penetraba la luz de la luna; pero no había pupitres, ni atriles, ni siquiera un triste escritorio. Sin embargo, sus gigantescas paredes estaban cubiertas por completo, de estanterías llenas de infinidad de libros. Nos aproximamos con la débil iluminación de la vieja linterna y descubrimos el paraíso. Aquello era como una salida a lo inimaginable, a los sueños y a la historia. Desde enciclopedias y manuales, hasta obras poéticas antológicas y las novelas más relevantes. Una misteriosa biblioteca donde se mezclaba lo terrenal y lo sagrado, lo inverosímil y lo factible. La isla del tesoro, Miguel Strogoff, Robinson Crusoe, nos llevaban en volandas a través de sus páginas por viajes interminables y aventuras subterráneas hacia el centro de la tierra, o a través de 20.000 leguas de viaje submarino.

Aquella noche, mis amigos y yo, descubrimos también la música en las letras; los poemas de Federico García Lorca, de los hermanos Machado y de Rafael Alberti, los dibujos prohibidos que nacen de la originalidad y la maestría, la literatura y el arte.

Devorando aquel tesoro, poco a poco, nos dimos cuenta que ya era hora de volver a casa. Mientras dejábamos todo en su sitio, la linterna dejó de alumbrar.  El miedo y la prisa hizo acto de aparición. Salimos lentamente de nuevo por el largo pasillo hasta dar por fin a las escaleras que nos conducían a la salida. Cuidadosa y disimuladamente, bajábamos calle abajo, a la vez que observábamos cómo la gente recogía sus sillas y las guardaban en sus hogares, otros dormían plácidamente en el portal, y nuestras caras mostraban una combinación extraña de felicidad, incertidumbre y hambre. Había sido una velada para la historia, para recordar.

Es curioso, pero a veces los momentos más felices pasan desapercibidos y sus recuerdos son efímeros. Sin embargo, los errores son más perdurables, como una sombra oscura que no deja entrar la claridad, como manchas imborrables.

Pensaba y planeaba volver a aquella gigantesca sala llena de libros a la noche siguiente, mientras madre me miraba extrañada:

-          “¡Comete las galletas y bebe el vaso de leche! ¿Dónde has estado? Paula ha venido preguntando por ti”.

-          “Por ahí, mamá… dando una vuelta por el pueblo”

-          “Pues ya va siendo hora de que espabiles.  ¡Ay… tienes que despertar!... ¡Despierta!...

Al abrir los ojos, vi a Ana riéndose con ironía y la televisión encendida. El presidente del gobierno anunciaba el inminente estado de alarma en todo el país.

-          “Debes estar cansadísimo, porque no has parado de dormir en toda la tarde. Si quieres, salimos al balcón y te espabilas un poco. Te vendrá bien, y de paso, aplaudimos a los sanitarios. Son casi las ocho”.

Preparé minuciosamente mi mascarilla y salí al balcón. El cielo, nuboso, tenía un color ciertamente rojizo. A la vez, el móvil no paraba de anunciar mensajes de whatsapp que reflejaban la inquietud de los familiares y amigos. Y de repente, aplaudiendo, me acordé de la bola del mundo que hacíamos girar y girar tan aprisa sin sentido, que nos pasábamos unos a otros, y que finalmente cayó al suelo para partirse en varios pedazos.

Tampoco sabemos cuánto tiempo va a durar el confinamiento, aunque a veces, giro la vista a mi colección de libros y pienso, que soy muy afortunado en poder viajar sin salir de casa, en reír y llorar, en sentir algo especial cuando los molinos de viento se convierten en gigantes, en volar a caballo entre la prosa y el verso, en navegar mares imposibles y en aprender que en la vida nada está perdido.

Cada vez estoy más convencido de que la libertad es como llegar a un cruce de caminos, donde eliges tu propia página en blanco, y el espejo donde reflejar tu historia y tus sueños. Que el vértigo te impida siempre caer en el olvido.

(En memoria de los fallecidos por la pandemia)


 

 

 

 

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