Carlota
nunca quiso ser una chica como las demás; jamás quiso pasar desapercibida, no
abandonó su afán por destacar en cualquier faceta consiguiendo sus objetivos y,
llegar a ser una de las mejores siempre fue su intención. Creció en el seno de
una familia humilde pero no le faltaron los medios necesarios para desarrollar
su formación a base de mucho esfuerzo y sacrificio. Aunque sus padres deseaban
un futuro mucho más distinto para ella, no renunció a lo que tanto anhelaba
desde pequeña, ser profesora… o más bien maestra, como dichosamente expresaba
con orgullo. Marchó a la capital donde consiguió plaza de sustitución
provisional en un Instituto concertado de enseñanza secundaria. Allí el día a
día se convertiría en un ajetreo mundano, maloliente y ruidoso que, a pesar de
todo sugería un nuevo cambio en su forma de vivir: el estrés monótono se
adueñaba de su cuerpo y apenas dejaba margen para más.
Fue
un día cualquiera, algo frío y lluvioso, pero un día más… porque las historias
comienzan cuando menos se les espera. Carlota apuraba de un sorbo su taza de
café, recogía sus carpetas llenas de apuntes, el bolso, y se apresuraba
cruzando las calles mojadas hasta llegar a aquella parada de autobús. Mientras,
se resguardaba observando en el teléfono móvil los mensajes recibidos de madre,
del grupo familiar, de aquel chico pesado, del grupo de amigas… nada especial. A
su izquierda un hombre de avanzada edad se abrigaba sentado en el banco de
espera mientras cerraba los ojos; a su derecha un chico joven marcaba con una
rapidez inusitada las teclas de su celular, con los ojos firmemente clavados y
atentos en aquel maldito aparato. Unos metros más allá una chica con mirada
fija y perdida que parecía no importarle las gotas de la lluvia, llamó
poderosamente su atención. Boina calada, camisa blanca bajo un enorme abrigo
azul, falda corta, medias negras, botas de piel y en la mano un bolso negro.
Mientras Carlota la observaba, pensaba e imaginaba las posibles inquietudes de
esa chica. “Yo no quiero ser como las demás” se repetía para sí misma. Aquella
joven con mirada absorta, detenida en un objeto sin importancia parecía
transmitirle más mensajes que un simple WhatsApp.
De lejos se vislumbraba la llegada de la línea 9. Subieron casi todos al
autobús; sólo quedaron en la parada aquella chica con boina calada y Carlota.
La línea 9 se incorpora de nuevo al tráfico y entre ellas dos el ruido de la
lluvia, que arreciaba aún con más fuerza. Se le pasó por la cabeza el
atrevimiento de acercarse sutilmente, presentarse y proponer conversación. Pero
la timidez ganaba la batalla, tampoco Carlota era una chica extrovertida. En
algún momento entrecruzaron la mirada y compartieron el disimulo extravagante de
quien se siente sorprendido por la situación. Va acercándose a lo largo de la
avenida la línea 14. Carlota se pone en pie, avanza dos pasos mientras se
siente observada, “yo no quiero ser una chica como las demás” repite
interiormente, las puertas del autobús se abren de par en par, sube los
escalones, se dirige al conductor, las puertas vuelven a cerrarse: a través de
los cristales comprueba la mirada distante y concordante que las va alejando
sin despedida, sin haber cruzado una maldita palabra… ¿quién será? ¿la volveré
a encontrar? ¿seremos amigas?... “¡señorita, por favor, son dos euros con
cincuenta!” espetó el chofer de repente entre el vaivén brusco del vehículo
lleno de gente desconocida que le llevaría a la puerta de ese Instituto donde
comenzaría a vivir su anhelado sueño: trabajar como maestra.
A
la mañana siguiente el despertador sonaba de manera estruendosa y continua. A
Carlota le costó despertar, el día anterior fue agotador: reuniones, nuevos
compañeros, el alumnado… La jornada amanecía fría y algo desangelada, gris,
pero no llovía. Un buen café cargado le acompañaba repasando y revisando su
agenda, los correos electrónicos y los WhatsApps:
“en línea”, “escribiendo” … nada nuevo, nada especial. Por la ventana se
divisaba el trasiego acelerado de la gente y el ruido de la ciudad. La soledad
se adueñaba de todos y cada uno de aquellos personajes, figuras irrelevantes en
una sociedad cada vez más cruda, en un mundo cada vez más distante y áspero, pero,
al fin y al cabo, el escenario elegido por todos. “Yo no quiero ser una chica
como las demás” … De nuevo y apresuradamente se dirige a la parada de autobús,
a la espera de la línea 14. No estaba tan concurrido como la vez anterior,
aunque como no podía ser de otra manera, repleto de gente tan distinta y
peculiar, extraña, semejante, individuales y especiales. De nuevo un día más,
un día cualquiera. Sin embargo, no pudo hallar la presencia de aquella chica
tan singular de mirada perdida. Le hubiera gustado coincidir de nuevo porque
estaba convencida, esta vez sí, de dar el paso y conocerla. “Quizá no la vuelva
a ver” pensó. Se sucedían las líneas de autobuses y ella no aparecía. Cuando
subió y pagó su billete, extrañó aquella presencia que misteriosamente le había
embaucado incluso hasta echar de menos la no
despedida de alguien a quien no conocía absolutamente de nada. Fue un
instante pasajero y fugaz que despertó en Carlota un interés y una curiosidad
que hasta ese momento jamás había sentido.
Aquella
tarde, después de una jornada agotadora de trabajo, prefirió comer en aquel
viejo restaurante que había enfrente del Instituto. Un refresco de cola y una
hamburguesa del número dos… “yo no quiero ser una chica como las demás”
meditaba mientras se zampaba sigilosamente aquella mezcla de carne grasienta
con salsa y pepinillos. A través del sucio cristal de nuevo y, como surgida de
la nada, encontraba de nuevo el perfil de aquella chica, esta vez en la parada
de autobuses que hay en la puerta del colegio. Comprobó que en vez de bolso
llevaba una maleta enorme y, mientras daba un último trago a aquel refresco
azucarado y oscuro, pagó la cuenta con prisas y salió corriendo hasta parar en
el semáforo, ilusionada con llegar a hacer algo que jamás había hecho, dar el
paso y conocerla, tener una amiga, compartir sus momentos y ¿por qué no?, sus
tristezas, sus alegrías, compartir historias y de paso averiguar qué misterio
escondía en su interior. Mientras el tráfico infernal y veloz se cruzaba entre
ellas, llegó el autobús. Semáforo en verde para peatones, cruzando las dos
vías, mezclándose en el rio de masa concurrente que apenas dejaba avanzar. Al
llegar al otro lado, el autobús iniciaba de nuevo su camino. Aquella chica ya
no estaba.
Carlota
vivió en un pequeño pueblo de la sierra, alejado del ruido mundanal, del
bullicio terrenal donde se confunde la modernidad con la frágil y escasa
calidad de vida, donde es más preciso la cercanía de un buen centro comercial a
la senda silenciosa de un paseo vespertino. Por las mañanas predominaba el
aroma a tierra mojada mezclado con la esencia de la leña quemada en la chimenea,
un tazón grande de leche con borrachuelos y roscos de anís, el brasero en una
mesa camilla rectangular, las puertas de la casa siempre abiertas, la libertad
de jugar en la calle con los amigos y un futuro imperfecto por explorar. Las
costumbres en aquel lugar permanecían intactas e inexorables al paso del
tiempo: los domingos en misa de doce, las tardes en clase de mecanografía, las
visitas a casa de los abuelos y las caminatas al anochecer. Madre siempre tuvo
un especial cuidado con Carlota porque la consideraba más sensible e inocente
que su hermana mayor; antes de dormir le acariciaba las manos mientras le
cantaba canciones antiguas y clásicas de su adolescencia. Padre trabajaba de
sol a sol en el huerto familiar y también realizaba labores agrarias para otros
vecinos del lugar. Siempre recordaba con apetito el magnífico sabor que
desprendían aquellos tomates y hortalizas que traía diariamente en una enorme
cesta… y sus manos ásperas y rugosas acariciando su rostro al arroparla cuando
él creía que ya estaba dormida. Pero “ella nunca quiso ser una chica como las
demás” y soñaba con viajar a la ciudad, trabajar y buscar un futuro más
fructífero. Madre le decía que tenía que buscarse un chico formal, serio y
trabajador, que algún día debería casarse por la Iglesia, vivir decentemente,
tener hijos y disfrutar una vida normal y en familia. Pero Carlota se negó
rotundamente y, aunque jamás lo contó, basó sus estudios en la esperanza de
querer escapar alguna vez, por fin, de aquel lugar tan silencioso y solitario.
Y lo consiguió.
“Son
las seis de la mañana en Radio Continental, hoy nos espera un sol radiante… en
estos momentos existen retenciones en la A4 a la altura del Espinar y a las
entradas de la capital por el este…”, aquel sonido radiofónico y cotidiano
rompía el sueño de Carlota, como no, un día cualquiera de aquel invierno
helado. Mientras hervía aquel café recordaba los pasajes de un tiempo no muy
lejano en aquel pueblo donde sólo había una parada de autobuses. En la ciudad,
la gente camina abstraída, con auriculares, deprisa, sin vida. No existe el
saludo, apenas las miradas; en cambio los rostros serios y abismados proliferan
como si jamás se hubiera inventado la sonrisa. Nadie se toca y el mal humor es
el pan nuestro de cada día. Quizá no era lo que Carlota hubiera deseado. Cuando
era pequeña, la ciudad se veía armoniosa y espectacular en la televisión: los
programas de variedades, aquellas chicas tan atractivas atravesando las
avenidas con esas sonrisas fotogénicas, los tipos con sombrero y maletín, las
enormes tiendas y comercios con vestidos variopintos y extravagantes en los
escaparates, sus luces de neón y las noches sin final. No, la ciudad no es así,
pensaba una y otra vez. Terminó de tomar aquel café y de nuevo se encaminó a la
misma parada de autobús. Y así pasaron los días, las semanas y los meses hasta
que una de esas mañanas de un día cualquiera, esperando la línea 14 se encontró
de nuevo con aquella misteriosa chica. La maleta que llevaba era aún más
grande; su mirada, idéntica. Pero esta vez las gotas que resbalaban sobre su
rostro eran lágrimas. Al girar, se encontraron de frente, esbozó una sonrisa y
por un momento parecía decir algo. Llegó el autobús, aquella chica subió por la
puerta lateral trasera mientras Carlota se disponía a pagar el billete. Se
emprendió la marcha y al atravesar aquel pasillo lleno de gente, se percató de
que ya no estaba. Miró hacia un lado y a otro, intentando encontrarla entre los
que estaban acomodados en las butacas… ni rastro.
Aquel
día no fue como los demás, no fue un día cualquiera. Comunicaron a Carlota que
el contrato de sustitución como profesora expiraba, le agradecían los servicios
prestados y que en cuanto fuera necesario la volverían a llamar. No sintió
tristeza ni alegría, pero enseguida envió un primer mensaje: “mamá, mañana
regreso al pueblo”. Al principio no observó respuesta, pero al cabo de un rato
el perfil de madre exhibía en verde: “escribiendo…”.
Y
a la mañana siguiente, tampoco fue un día cualquiera. Se dispuso a llenar
aquella inmensa maleta, a tomarse un último café en aquel minúsculo apartamento
alquilado en el centro de la ciudad para más tarde, dirigirse a la estación y
coger un autobús con destino a los orígenes, el pequeño pueblo de la sierra.
Durante el camino intentó recordar sin éxito el rostro de aquella joven que
lloraba la última vez que la vio. Sintió un extraño cariño hacia ella, aunque
jamás intercambió una sola palabra. Quizá la vuelva a ver, quizá me vuelvan a
llamar y nos volvamos a encontrar, pensaba entre sueños pasajeros durante el
viaje de vuelta.
Ya
de vuelta en casa, los abrazos y los besos, la acogida familiar y el cariño
hicieron que volviera a sentirse viva; era como volver a nacer, como retornar a
un tiempo no muy lejano donde las cosas sencillas tenían su importancia, donde
el aire se respiraba más puro, donde surgían nuevos sueños y nuevas ilusiones
por cumplir. “Mamá, voy a la habitación a deshacer la maleta”. “No tardes…”
decía madre mientras Carmela subía las escaleras para después atravesar un
pequeño pasillo donde se detuvo ante un viejo espejo. Se miró detenidamente: en
la mano su enorme maleta quizá llena de recuerdos, una boina calada, una camisa
blanca bajo un abrigo azul, falda corta, medias negras y botas de piel. En la
mejilla resbalaba una lágrima de alegría y en el reflejo, cara a cara, por fin
pudo reconocerse sin pudor y con valentía diciéndose a sí misma: “no quiero,
jamás seré una chica como las demás”.©