Por su cabeza volaban los recuerdos vertiginosamente, al igual que el tiempo. Dicen que cuando te haces “mayor”, los días pasan más deprisa y veloces. Por la misma razón que ellos caminan despacio: para saborear la vida con más ímpetu, si cabe.
A los dieciséis años tuvo que emigrar a Cataluña, en busca de un mejor porvenir. Trabajó desde niño, pues desde la posguerra y hasta ese tiempo, las familias ponían todo su empeño en las labores del campo y en intentar sobrevivir a la pobreza típica de aquella época. Tan sólo unos pocos privilegiados podrían seguir sus estudios en la ciudad más cercana, y los más afortunados, continuar sus conocimientos en la universidad.
Más tarde, llegarían las primeras manifestaciones a favor de las libertades y un futuro mejor. La llegada del turismo y la progresiva industrialización de segmentos, como la metalurgia y el automóvil hicieron el resto. A lo lejos, una llama de esperanza iluminaba el final del túnel de una página cruel y oscura en este país. La muerte del dictador dio paso a la transición y a la postre, a las primeras elecciones democráticas.
Sobrevivieron infinidad de crisis económicas y financieras, pero con sus manos, levantaron el país como pocas generaciones pueden presumir. Vieron a los hijos nacer y crecer con lo que ellos nunca tuvieron, y a base de sobresaltos, no dudaron en sacar las familias adelante. Luego llegaron las nuevas tecnologías, y aunque algunos de ellos siguen ajenos a esta moda contemporánea, reconocen que, gracias a ellas, han podido sentirse más cercanos a sus seres queridos en estos últimos tiempos que nos ha tocado vivir.
Juan llevaba más de treinta días sin acudir a aquel parque, a darle de comer a las palomas y a leer su libro de poemas favorito. Un virus desconocido, de procedencia extraña y al que no dábamos importancia se implantó en nuestras vidas y prometía cambiar nuestra forma de vivir. Se llevó a su esposa de la manera más inhumana que él hubiera imaginado. Sin despedidas, después de cuarenta años de matrimonio siempre unidos, a las duras y a las maduras. No era justo que aquella historia de amor terminara así.
Pero Juan siempre fue un luchador, como generalmente, todos los de su generación. Después de un largo tratamiento y gracias al enorme trabajo del equipo sanitario del hospital, recibió el “alta”. Había expulsado de su cuerpo, aquel maldito bicho que vino a implantarse en su vida para siempre.
De vuelta a casa se encontró de nuevo con la familia; hubo muchas lágrimas, nudos en la garganta y muchas ganas de abrazar. Pero los brazos permanecieron inmóviles. No hubo besos, ni siquiera caricias. Sólo cariño a dos metros de distancia y la promesa de mantenerse siempre unidos.
Mientras, Juan, después de comer algo y tomarse la medicación, se recuesta en el sillón y piensa en ella, y en aquel poema que tanto le recitó en aquel banco del parque, ahora recién pintado con los colores del arcoíris. El primer día que pueda, saldrá a dar un paseo con su mascarilla, y como de costumbre, llevará unas cuantas migas de pan en el bolsillo. Sabe que las palomas no le guardarán ninguna distancia de seguridad.
Joaquín Palomar Parra ©
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