UN PASEO POR LOS CERROS.
Como
cada mañana, Antonio se levanta temprano y comienza su jornada acompañado de un
café bien cargado con la mirada perdida a través del cristal de la ventana
donde los primeros rayos de sol hacen su aparición y donde el ruido unido a los
vaivenes de la gente conciben que un día más ha comenzado con su cotidianidad y
persistencia.
Después
de repasar algunas notas pendientes y responder algún que otro correo sin
importancia, se decide a bajar las escaleras, a tomarle el pulso real a la vida
y a retarle en duelo. Antonio hace unos meses perdió su trabajo debido a una
enfermedad inesperada. Todo le ha cambiado: la familia, los amigos, sus
costumbres, sus aficiones, todo. Le recomendaron que se lo tomara con calma,
que no hay mal que por bien no venga, que
hay que mirar las cosas con optimismo y él intenta seguir los consejos.
Se
deja llevar en volandas pensando e imaginando algún proyecto atractivo que le
saque de este callejón sin salida. Sueña con escribir un libro en el que
plasmar la infinidad de poemas y relatos que guarda olvidados en un viejo blog,
aunque sabe que es tarea difícil pues requiere un desembolso económico que
ahora no es capaz de afrontar.
En volandas, sigue calle abajo y desde Trinidad llega a la Plaza Vieja donde comienza a recordar sus largas tardes de verano
en aquellos portalillos, cuando
acababa de llegar a la ciudad, procedente de un pequeño pueblo de la comarca
del condado y donde vivió durante algunos años. Aquellas golosinas eran una
delicia. Ya no le saben igual. En realidad no sabemos si perdemos el sabor por
la esencia de aquellos detalles que entonces tenían su significado, o es que
ciertamente los que hemos perdido propiamente nuestra esencia somos nosotros.
Desde
Plaza Vieja, se deja arrastrar por la idiosincrasia particular de la calle Real, antaño la vía más señorial e
importante que regía la ciudad y que comunicaba el paraíso renacentista del
casco viejo con la parte más innovadora de la villa. Se mezclan los recuerdos
nocturnos de procesiones y el sonido estruendoso de los tambores de aquel niño
inocente que sentía la curiosidad de que algo grande y a la vez curioso vivía
en aquel momento.
La
Plaza Vásquez de Molina y la fachada
de La Capilla del Salvador, le
transportan hacia una belleza indescriptible a través del tiempo hasta llegar a
la vieja Muralla donde contempla
exhausto Sierra Mágina. Entonces
reflexiona el por qué de algunas situaciones, ¿por qué esta ciudad siendo lugar
de paso, siempre quiso estar cerrada, por qué todo el mundo quiso conquistarla,
por qué tanta belleza oculta entre sus muros, por qué los círculos dentro de
círculos entre sus gentes? ¿Por qué tanto silencio entre muchas soledades? A
Antonio, Úbeda le parece metafóricamente aquella mujer hermosa emparedada en La Casa de las Torres por culpa de aquel
marido celoso y resentido.
Antonio
mira el reloj y vuelve por el Paseo del
Mercado hacia su casa y en el camino imagina que algún día terminará su
libro y lo titulará “Úbeda, fiel belleza
de nadie”.
Pero sabe que es difícil, entre
otras cosas, porque no hay versos en el mundo o al menos todavía no se
aproximan a describir con flagrante evidencia la singularidad, el atractivo y
el encanto de sus calles y sus gentes.
Antonio
apura de un sorbo su café bien cargado, se pone la chaqueta, suspira y baja de
nuevo las escaleras, sonriente y feliz. La vida es una lucha continua, nunca os
desilusionéis.
Joaquín Palomar Parra
http://trovadorversificador.blogspot.com/
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