Era el día
de Andalucía en una mañana fría y soleada. Abandonamos la autovía y nos
adentramos por las carreteras estrechas y curvas de la Sierra de Segura. En
principio no era mi intención elegir este camino, sino el más recto y rápido
hasta mi destino. Bendito error. Entre barrancos, olivos, solitarios cortijos y
ríos transparentes llegamos al embalse de El
Tranco. Cortijos Nuevos, Orcera, Siles, La Puerta de Segura hicieron el resto.
En la radio suenan
las noticias, tras una pausa musical repleta de rock ochentero, y vuelve a aparecer el coronavirus, como por arte de magia, de la nada, interrumpiendo
nuestro inicial y breve viaje. No se habla de las trece mujeres muertas a manos
de sus maridos en los dos meses que llevamos, ni del índice porcentual de paro,
ni del precio abusivo del alquiler, ni de los muertos en Siria o en países africanos
a manos de otros tipos de enfermedad (por cierto ya tratados con éxito y
correspondiente vacunación), ni del bajo precio del aceite de oliva, ni de la ruina de muchos
autónomos de este país. Ya ni siquiera se habla de la caída de Sabina desde ese
escenario gafe y maldito en el que más de uno ha corrido la misma suerte. Por
cierto, al maestro se le tildó de borracho, drogado y viejo.
Yo no digo
que no haya que estar atentos a esta, de momento, epidemia y tomar
precauciones. Pero me da la sensación de que hay intereses ocultos e intención
de acabar con un imperio económico que liderará, lo queramos o no, el mercado
mundial, quizá más pronto que tarde.
Con las
crisis, muchas empresas y amantes del negocio, sucio y limpio, hacen su agosto
y ganan mucho dinero. La gran crisis llegará, porque ya se encargarán de ello.
Pero mientras tanto, y como buenos impacientes que son, se inventan el maldito
virus para no importar nada de ese país, para acabar con su comercio y para
crear fronteras con culturas que en este mundo de globalización no interesan.
Mientras yo
reflexiono todo esto, estoy sentado en una terraza con unas vistas maravillosas
a un mar de olivos inmenso. Entre ellos, un camino de tierra asciende desde la
base de la montaña curvilíneo hasta su cumbre, y me recuerda que en el fondo
todo es así. Llegar a la cumbre tiene repechos, cambios de dirección, pausas y
obstáculos. El pueblo es muy silencioso. Se oyen los ladridos de los perros.
Uno de ellos debe ser Golfo. Ángel,
el dueño de la casa nos lo presentó a su llegada. Dice que hace honor a su
nombre debido a que de vez en cuando se pierde con su enamorada, otra perrita
del pueblo, y vuelve al cabo de dos o tres días. Como la leyenda de Los Cerros de Úbeda, pensé. Aquel
cristiano que se enamoró de una mora debió ser un golfo.
La casa es magnífica,
decorada a la vieja usanza. Radios antiguas, mesas camillas, mecedoras, los
arreos típicos de la labor en el campo, el brasero, los escritorios, los
pañitos, los espejos…. Y no había televisión en la habitación. Mi pareja se
sorprendió. Yo bendije la casualidad. A estos sitios se viene a descansar, a
respirar, a dejar el estrés a un lado.
Tuvimos
nuestro ratito de música. Un fenomenal concierto de un querido y admirado
amigo, Víctor Belmonte, acompañado de unos músicos excepcionales. Comprobamos
lo acogedora y amable que fue la gente de Benatae y en general, de todos los
lugares que visitamos.
La comida,
espectacular. Tuve que saltarme la estricta dieta a base de migas, como las de
toda la vida: con chorizo, panceta y sardinas. El desayuno, tostada con aceite
de oliva virgen extra. Y todo aliñado con la compañía y trato exquisito de los
amigos que trabajaban en esta casa rural.
De vuelta a
casa, nos prometimos volver pronto. La estancia fue muy breve pero muy intensa.
Al salir de nuevo a la carretera elegí el camino correcto, esta vez. La
carretera nacional que sí me llevaría más rápido a mi ciudad. Al poner la radio
vuelven a hablar del coronavirus, y
hacen de nuevo el recuento de las personas infectadas… por un momento recuerdo
y pienso: “debí equivocarme de camino otra vez. Nunca una mala decisión fue tan
buena”.
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