UNA
HISTORIA DE AMOR
Ha pasado tanto tiempo que
quizá él no lo recuerda. Fueron largas tardes y noches juntos. Él empezaba a
conocer el mundo y juguetear con él, intentando asimilar las cosas nuevas que
le ofrecía la vida. Descubrir el mundo, sus verdades y mentiras.
Y ella siempre junto a él.
Por sus calles, vivieron experiencias inolvidables. Se besaron, se amaron y se
abrazaron en cada esquina, intentándose conocer cada vez más. En la Tasca
Chinarrale, le cantaba las canciones más hermosas, y ella sabía siempre
agradecerle con una sonrisa, con un abrazo, con una copa.
Ella no conoció otro mar que
el de olivos; sus piernas largas y esbeltas solo andaban por calles empedradas
y antiguas, rodeada de edificios viejos y palacios renacentistas. Tenía una
forma de ser muy cerrada, y a la vez abierta con el visitante, al que nunca le
negaba el saludo y la hospitalidad. Humilde y a la vez orgullosa. La niña vieja
de la mantilla que nunca deja de procesionar en Semana Santa. Si alguna vez la
ves de madrugada, será porque vuelve de ver como se despide “el Santo Entierro”
y “la Virgen de la Soledad”, o quizá porque venga de cerrar algún bar con sus
fieles amigos. Algunas veces le cuesta dormir, y piensa que podría intentar
mejorar en su manera de ser. Yo creo, sin embargo, que más bella, es imposible
menester.
Y sin embargo, aunque ella
sabía que era la primera, que juraría que él daría su vida entera, también
sabía que más tarde o temprano la engañaría con cualquiera. Él necesitaba serle
infiel, conocer otras tierras, otras experiencias, otras mujeres, otros amigos
y comenzar a expresar sus sentimientos, liberar sus pensamientos, estudiar y
aprender que había otra forma de vida, y que la literatura y la música van más
allá, y que no tiene fronteras. Por ello viajó en uno de esos trenes que iban
hacia el norte, paso aventuras y desventuras, se vio esposado delante del juez.
Cambió de casa, de oficio, de amor. Terminó la “mili”, y se metió en un piso;
tuvo varias mujeres, pero se enamoró de la que más le quiso.
Y ella, que siempre le
consiente, y lo comprende todo aguardaba el paso del tiempo. Alguna gente no
entendía esta relación de amor y odio. La mayoría le aconsejaban que no lo
esperara más. Pero sin embargo, en su cariño hacia él, soñaba que viajaban
juntos a países invisibles, o no tan lejanos. Que paseaban juntos por Londres,
sin que la distancia marchitara la relación, perdiéndose el uno y el otro,
convirtiéndose en dos desconocidos.
Comenzaron los
desencuentros, y aparecieron otras ciudades como Madrid, otras mujeres.
Mientras él escribía canciones y llegaban sus primeros éxitos, malvivía en
otras casas, dejándose el corazón en otras camas. El pasado se iba apagando
poco a poco. Ella contemplaba su devenir desde la distancia, sus éxitos y sus
fracasos.
Dicen que alguna vez la
echaba de menos, y entonces, mientras a ella le daban las diez, las once y las
doce y la una, esperando alguna señal de su amado, él la visitaba, cuando menos
lo esperaba, de madrugada, ella dormida y recorría sus calles empedradas y
antiguas, rodeada de edificios viejos y palacios renacentistas. Porque aunque a
ella se lo dijeran mil veces, mas nunca quiso poner atención, siempre le
esperaba hasta muy tarde, ningún reproche le hacía y lo mas que le preguntaba
era que si la quería.
Aunque nunca se lo dijo, y
menos aún, nunca se lo cantó, siempre la quiso lo suficiente. También sabía que
ella estaría allí, esperando siempre, con los brazos abiertos, y que cuando más
lo necesitara, volverían a estar juntos. Ella jamás sería “la recién casada que
nunca se acordaba de él”.
No sé si se moría por
volver, con la frente marchita, como cantaba Gardel, pero si sé que con agüita
del mar andaluz, enamoró al público y llegaron los grandes éxitos. Un día, unos
“peces de ciudad”, se pusieron a trabajar en común, para recuperar esa relación
de amor y odio entre los dos. … Y volvió. Él sabía que ella siempre estaba
allí, que siempre lo entiende todo y que su amor era eterno, durara lo que
durara. Y le entregó como muestra una medalla, para que no olvidara de por vida
su cariño. Y ella por fin, lo vio emocionarse abrazados, paseando como antaño,
mirándose en cada esquina, lanzándose sonrisas, cantando sus canciones y
bailando como si nunca hubiera ocurrido nada.
Podría haber sido una
historia de amor entre una bella dama y su caballero, como cuenta la leyenda de
los cerros, pero no. Era y es la historia de amor y odio, de distancia y
fraternidad, entre una madre y su hijo. Entre Úbeda y su predilecto: Joaquín
Sabina.
Por los cerros de Úbeda anduve el otro día
de vuelta a los zaguanes azules de mi infancia,
los olivos bordaban su antigua geometría,
el tiempo es un exilio más cruel que la distancia.
Escarbé en los desvanes de los viejos baúles
buscando en dobles fondos el eco de una brasa,
los años apolillan los besos y los tules,
ninguna edad es buena para volver a casa.
Con su trabajo sucio las uñas del olvido
se ensañan con el luto del alma trashumante,
de todo lo ganado, de todo lo perdido,
apenas sobrevive la sombra de un instante.
Aquí nací; sin bici ni perro que me ladre
dejé en los soportales la huella de mi canto.
Aquí, ya en otro siglo, las hijas de las madres
que amé tanto me besan como se besa a un santo.
Yo iba a los salesianos, ella a las carmelitas,
calcetinitos blancos y babi azul marino,
la tarde que me dijo que sí la margarita
estrené un corazón fluvial y ultramarino.
Dormitaban los trenes en Linares-Baeza
sin pasar por tu Mágina, pobre Muñoz Molina,
la miel de otras colmenas hervía en mi cabeza,
entre tantos Martínez elegí ser Sabina.
Arrecia el vendaval de hojas de calendario,
la luna es un semáforo de carne de membrillo,
esta noche me espera Madrid, otro escenario
y tres generaciones del rosa al amarillo.
de vuelta a los zaguanes azules de mi infancia,
los olivos bordaban su antigua geometría,
el tiempo es un exilio más cruel que la distancia.
Escarbé en los desvanes de los viejos baúles
buscando en dobles fondos el eco de una brasa,
los años apolillan los besos y los tules,
ninguna edad es buena para volver a casa.
Con su trabajo sucio las uñas del olvido
se ensañan con el luto del alma trashumante,
de todo lo ganado, de todo lo perdido,
apenas sobrevive la sombra de un instante.
Aquí nací; sin bici ni perro que me ladre
dejé en los soportales la huella de mi canto.
Aquí, ya en otro siglo, las hijas de las madres
que amé tanto me besan como se besa a un santo.
Yo iba a los salesianos, ella a las carmelitas,
calcetinitos blancos y babi azul marino,
la tarde que me dijo que sí la margarita
estrené un corazón fluvial y ultramarino.
Dormitaban los trenes en Linares-Baeza
sin pasar por tu Mágina, pobre Muñoz Molina,
la miel de otras colmenas hervía en mi cabeza,
entre tantos Martínez elegí ser Sabina.
Arrecia el vendaval de hojas de calendario,
la luna es un semáforo de carne de membrillo,
esta noche me espera Madrid, otro escenario
y tres generaciones del rosa al amarillo.
Joaquín
Ramón Martínez Sabina
Asiduo a los placeres de la vida
que otorgan la hidalguía y sus maneras
se oxidan los relojes en la huída,
de un pecho y su estallar por peteneras.
Adicto a las verdades más profundas
que ofrecen los olivos más sabrosos
capeando con verónicas oriundas.
¡Familia; amigos; días tenebrosos!
El es el primo hermano de mi pecho
que vive sin saberlo y con derecho;
se lleva mi confianza en su descuido.
Joaquín es el colega de Caínes;
hermano de este Abel que en sus confines;
me guinda una sonrisa alicaído.
que otorgan la hidalguía y sus maneras
se oxidan los relojes en la huída,
de un pecho y su estallar por peteneras.
Adicto a las verdades más profundas
que ofrecen los olivos más sabrosos
capeando con verónicas oriundas.
¡Familia; amigos; días tenebrosos!
El es el primo hermano de mi pecho
que vive sin saberlo y con derecho;
se lleva mi confianza en su descuido.
Joaquín es el colega de Caínes;
hermano de este Abel que en sus confines;
me guinda una sonrisa alicaído.
Joaquín Palomar. ©
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